Hace casi un año que vivo encerrado en un frasco almacenado en la cocina. Me reconforta porque vivir aquí tiene más glamour que en el interior de la bolsa de plástico en la que me colocaron cuando trasformaron el trigo y me dieron la forma de concha con la que se me conoce.
La cuestión es que la Navidad pasada me escapé por poco. El caldo se acabó y me libré por un pelo de navegar en la sopa de galets que tradicionalmente prepara la familia con la que he vivido este año. En este entorno de vidrio quedamos pocos y seguro que este año, con nuevos compañeros, estaré presente en la escudella que con esmero se gestará en la carn d’olla que siempre es la protagonista en la mesa de esta familia. Me sumergirán en una cocción que me engordará hasta límites increíbles y los comensales disfrutarán de esa comida especial. Mi forma tiene poco que ver con la de las primeras escudellas, antes de que me otorgaran mi forma definitiva, mis antepasados fueron los macarrones. ¡También nosotros formamos parte de la cadena evolutiva!.
Me enorgullece estar en los primeros recuerdos navideños de la infancia de las personas, cuando mi caparazón en ocasiones se rellena y otras aparezco en el plato a pelo, después de una elaboradísima carn d’olla que ha estado haciendo chup chup durante varias horas. Un contenido no apto para los humanos que poseen el colesterol más allá de ese número maldito de 200. Los responsables, una pilota de carne picada, algo religioso como los cuatro evangelistas escogiendo entre cerdo, ternera, cordero y pollo o capón y más matices religiosos como los siete sacramentos, que se reciben en la forma de garbanzos o alubias, patatas, nabos, zanahoria, apio, col verde y chirivía.
Todo este tiempo, a través del cristal he podido conocer a mis caseros y observar la forma de sentir lo que aporta la Navidad a cada uno de ellos. Lo que he podido interpretar y me ha resultado más curioso es el que piensa que: «Un año más se aproximan las fiestas navideñas y de nuevo empiezo a sentir una sensación de desasosiego. Cuando ya has vivido unas cuantas, la rutina de las reuniones familiares, comer hasta casi reventar, sacar el arbolito montaplex que acumula años soportando luces y ornamentos, montarlo, comprobar que las luces funcionan, adornarlo con unos abalorios que cada día tienes que recoger del suelo porque cuando rozas se caen, gritando ¡niño ten cuidado con el árbol!, ves a jugar a tu habitación y cómo no, con el omnipresente pesebre que acumula alguna que otra ayuda de loctite, polvo y olores de un año encerrado en un armario. Estos hechos para muchos, marcan lo que consideran parte el espíritu navideño.
Ni que decir tiene del tópico costumbrista de soportar al familiar con el que nunca te ves, un poco pedante, que se coloca frente a ti cantando villancicos y animando a que todos le sigamos, sin tener en cuenta que su apasionada interpretación está lejos de proyectar un sonido agradable, máxime cuando el vino o el cava ya se consumido más de lo habitual: ¡que no pasa nada!, ¡alegrarse por Navidad es cosa buena!. Que cuando va de invitado, ese que normalmente no organiza nada en casa porque «es pequeña y no tenemos sillas para todos», que cada vez que aparece un plato en la mesa lanza un ¡oh, qué buena pinta!, lo devora y acaba con un ¡Buf, no puedo más!. ¡Y faltan los turrones!.»
Como humilde galet que soy, interpreto que estos pensamientos tienen poco que ver -o bastante- con las sensaciones que reclama la Navidad. Los humanos adoptan como suyo el espíritu de la holgazanería durante casi dos semanas, fijando sus objetivos en comer, beber, hablar y con la tecnología en sus manos, wasapeando decenas de mensajes en los que desean lo mejor para esas fechas y no dando abasto a la colección de originalidades que reciben en su móvil.
Hasta aquí la parte de la ironía navideña que cada uno interpreta como mejor entiende o siente. Sin menospreciar los esfuerzos que se realizan en la cocina y los gastos extra que comportan, convirtiéndome en un protagonista que puede considerarse un clásico tradicional, como los Reyes Magos, Papá Noel o el Tió, y que siempre vuelve a casa por Navidad: yo, el galet, que en alguna ocasión he conseguido gran notoriedad, como la de hace unos años cuando me convertí en icono navideño de Barcelona y estuve expuesto e iluminado en muchas calles y plazas de la ciudad.
Y como moraleja de todo cuento, lo más importante es que mi presencia cada año por Navidad, signifique aquello de que fueron felices, comieron una sopa de galets y una buena carn d’olla.