Cada levantar matutino tiene programados una serie de mecanismos automáticos que sin saber por qué nos dirigen hacia un orden predeterminado de las cosas. Ducha, café, vestirnos, pereza…, cada cual con su ritmo, para iniciar una andadura hacia el inicio de un nuevo día, de una nueva experiencia, en la que nos encontraremos con que nada está escrito, pero que nuestro tozudo orden nos dirige hacia lo que creemos que es lo correcto.

El orden de las cosas y la rutina, según los señores que estudian nuestro comportamiento humano, son esenciales para nuestro equilibrio mental para evitar situaciones de inseguridad. Aunque, todo el mundo se siente psicólogo cuando se menciona cualquier aspecto relacionado con la actividad humana, dejándonos sin palabras y pensamientos cuando un aspecto siniestro afecta a uno mismo y los amigos se consideren «expertos» en cualquier tema, llegando hasta darnos consejos como «mentores del amor», aunque ellos oculten que están pasando por una dificultad amorosa.

Somos así, aunque interiormente nuestro reverso mental le da la vuelta a las cosas, abandonamos el orden predeterminado y nos dejamos influenciar por lo contrario. Tiene su atractivo y despierta nuestras tentaciones. Un buen ejemplo es nuestra predisposición hacia un seductor postre, máxime si su contenido está estructurado con sustancias adictivas, por el que siempre nos dejamos tentar, aunque estemos a dieta o nuestro estómago no pueda más.

Y qué decir de esa técnica de venta repostera de muchos restaurantes, colocando bien a la vista ese carrito de postres para que nuestros ojos sistemáticamente se fijen en él y olvidemos la conversación que estamos manteniendo. Esa técnica de posicionamiento del carrito quizás sea uno de los objetivos para que cerremos el ágape con tres platos, mientras nuestra mente está ocupada con la decisión del que escogeremos, mientras salivamos y que una vez en la mesa, acabaremos deseando el que pidió cualquiera de los comensales que nos acompañan con un «¿puedo probarlo?». Sin llegar a escenas cinematográficas en las que después de un disgusto, se busca consuelo en un bote de helado, con el consecuente recargo de conciencia de si nos ayudará a mitigar la situación o nos creará otro problema emocional.

Pero la realidad está en el plato y eso es suficiente para evadir cualquier problema emocional, chocolates, helados, gelatinas, cacao, pasteles,… son suficientes y necesarios para que nuestro ego se sienta satisfecho, al menos durante ese tiempo en el que nuestro cerebro no deja de producir endorfinas y nos provoca un éxtasis que según algunas personas es como un orgasmo.

Y después de socorrer a la tentación, escuchar los comentarios de los ocupantes de la mesa, destacando los sabores y la bondad de su contenido, alguien suelta la frase «deberían existir restaurantes en los que la carta sólo fuera de postres».

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